Exactamente hoy se cumplen 7 años y pico de uno de los mejores goles que vi hacer al Diego. Uno de esos instantes minúsculos que retumban en el orbe; que fracturan la indiferencia del tiempo por un instante. El único video que circula es una joyita: un toque preciso, certero y furtivo de su pie perfila la bocha con total insolencia hacia el ángulo superior derecho del arquito. El joven Alí, parado en el centro del arco como esperando un abrazo, se eyecta hacia ella con las manos bien en alto, como en esas plegarias religiosas de Kazajistán, su tierra natal, pero la ve pasar tan impasible como un astro ante sus ojos, ante esa mirada en la que por una fracción de segundo cabrían todos los tiempos, a pesar de sus 8 años de edad. Habrá quienes digan «si tenía piernas, la agarraba», porque nunca falta quienes digan, torciendo su boca intrascendente desde su sillón intrascendente.
Golaaazooo!!! grita Diego, mirándolo a los ojos, reconociendo en él un adversario digno, un igual a un Dios, después de romperle el arco sin subestimación alguna. Golaaaaazo!! Y no es para menos. Qué golazo. Sin piernas, sin todo lo que quieras, pero el nene-dios no llegó ni a tocar la bocha y fue terrible golazo. Con ese grito crispado Diego derrumbó otra vez esos umbrales que los hombres levantaron antaño para desterrar en el olvido lo sagrado y lo profano, lo que les está vedado a los mortales que resienten lo perenne. En esa región de olvidos es donde el grito de Diego resuena como un oprobio ominoso: cacarean los sacerdotes y guardianes de la moral; cacarean, señalan, denuncian, despreciadores de los excesos y predicadores de la mesura y el cálculo, con su refinamiento grotesco, aquel atentado a sus formas solemnes mientras exigen sacrificar al Monstruo en los altares de la corrección. Adalides del deber, desde sus tronos de plástico pretenden juzgar a un rey a través de leyes ordinarias. Pero un verdadero Rey no necesita corona ni obedece leyes ajenas; es indiferente a las normas de los normales, a ese juego mañoso diseñado a la «justa» medida de los privilegiados por formas vacías y superfluas.
¿En qué clase de mundo un nene inválido puede ser reconocido por un Dios como un Igual? ¿Qué clase de rito pagano es capaz de enaltecerlo por encima de «los buenos» con solo un arco y una pelota? Ante la viva presencia de lo extraordinario, se esfuman las artificiosas representaciones que proyectan el orden de lo ordinario. El suyo no era más que un juego de reconocimientos, de legitimaciones, que por pura costumbre rutinaria habíamos dado por ciertas.
El imperio de los comunes ve sus catedrales derrumbarse ante un hombre vulgar que toma el cielo por asalto y lo entrega gratuitamente a los miserables. Los benefactores del orden verán con repugnancia las cosas fuera de su lugar, de donde corresponden: a ese nene le corresponde la lástima, la pena que reafirma la superioridad de aquellos ejemplares superiores que lo ungirían con su piedad benevolente. Son los que se reservan el derecho de representar, de hablar por los sin voz, de decir las cosas por su nombre y juzgar por lo que son. ¿Quién se atreve a disputarles el dominio del sentido común? ¿Quién carajo se atreve a cometer el crimen de realizar lo imposible? Poder hacer lo-que-no-se-puede reconfigura las leyes del poder: de su poder.
Como en esos carnavales medievales en los que los roles se intercambiaban dejando ver el teatro de la vida, como en ese cuento de la escuela en el que el rey queda desnudo, se rompe el hechizo del precario régimen de lo real, de lo ordinario, ante la presencia de lo extraordinario. Un espíritu impuro e impredecible, insurrecto, insubordinado, desobediente, inclaudicable, desnaturaliza lo cotidiano y dignifica, con un golazo y un grito consagratorio, a un pibito que ganó su aprecio y su respeto jugando a la pelota.

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